«Y dijeron a Moisés: ¿Acaso no había sepulcros en Egipto para que nos sacaras a morir en el desierto? ¿Por qué nos has tratado de esta manera, sacándonos de Egipto? ¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo: ‘Déjanos, para que sirvamos a los egipcios? Porque mejor nos hubiera sido servir a los egipcios que morir en el desierto’. Pero Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes y ved la salvación que el SEÑOR hará hoy por vosotros; porque los egipcios a quienes habéis visto hoy, no los volveréis a ver jamás».
Éxodo 14:11-13
Si estás arrepentido de tus pecados y has venido al Señor, el Señor ya te ha sacado de Egipto. Ahora, con su ayuda, tienes que sacar a Egipto de dentro de ti, es decir, tienes que hacer «morir las obras de al carne» (Romanos 8:13).
Cuando Israel salió de Egipto al desierto en busca de la Tierra Prometida, constantemente se enfrentó con la tentación de volver atrás. Vencer toda tentación de construir un becerro de oro y volver a la esclavitud de Egipto y el pecado.
A pesar de que los israelitas eran esclavos del Faraón, en Egipto tenían abundancia.
- Tener un río como el Nilo, que permitía que las tierras estuvieran fértiles y que no hubiera falta de agua ni de comida, era un privilegio que no todos los pueblos de alrededor tenían. De hecho, Jacob envió a sus hijos a Egipto como consecuencia de la sequía y el hambre.
- Egipto era una de las grandes potencias militares de la época. Como esclavos de Faraón, viviendo en tierras egipcias, no tenían necesidad de luchar contra otros pueblos para sobrevivir. Para destruirlos tendrían que haber destruido a Egipto primero.
Más de una vez, viendo las dificultades a las que se enfrentaban, los israelitas pensaron que era mejor para ellos morir en Egipto como esclavos que hacerlo en el desierto.
No tenían la mentalidad ni la nueva identidad de un pueblo libre, cuya confianza está en Dios, puesto que eso suponía hacer un cambio profundo en ellos y dejar la vieja mentalidad del esclavo.
Egipto y la mentalidad del esclavo
Ahora tenían que aprender a ser libres en el Señor y dejar atrás la «mentalidad del esclavo». Desaprender todas las malas costumbres que pudieran haber aprendido en Egipto. Dejar de pensar como un pueblo que dependía del Faraón y la riqueza de Egipto para subsistir, y empezar a confiar en Dios. Tenían que salir a buscar el maná, en lugar de poder disponer de la falsa seguridad y cobertura de Egipto.
El viejo hombre ha sido crucificado con Cristo. Hemos muerto al pecado (Romanos 6:6). Hemos salido de Egipto, del mundo. Pero tenemos que liberarnos de la vieja mentalidad del esclavo, que amenaza con llevarnos de vuelta a la esclavitud. Tenemos que luchar contra la carne, contra «el pecado que mora en mí».
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.
(Romanos 7:19-21)
Aunque todavía erramos, ya no somos nosotros el viejo hombre de pecado, sino que el pecado es como un ente extraño que vive dentro de nosotros, como un parásito, y que hay que eliminar por completo en el proceso de santificación, que durará hasta que estemos con el Señor.
Por eso tenemos que pasar por el desierto. Para que muera nuestra vieja mentalidad y subsista el remanente de fe, que representan Josué y Caleb, para entrar a la Tierra Prometida. Por eso tenemos que tomar nuestra cruz y seguir a Cristo, porque todo lo malo de Egipto que hay en nosotros tiene que morir en el desierto.
La mentalidad del pueblo libre, sin embargo, no es para vagar por el mundo por nuestra propia cuenta. Por el contrario, nuestro objetivo es dejar de servir a Faraón para empezar a servir a Dios.
«Y el SEÑOR dijo a Moisés: Levántate muy de mañana y ponte delante de Faraón cuando vaya al agua, y dile: `Así dice el SEÑOR: `Deja ir a mi pueblo para que me sirva‘» (énfasis mío).
Éxodo 8:20
La conquista de la Tierra Prometida
Los israelitas aparentemente estaban en desventaja con respecto a los demás pueblos. Cuando llegaron a Canaán, vieron que en aquella tierra había gigantes. Se sentían en inferioridad, a pesar de todas las maravillas que Dios había hecho con ellos. A pesar de que aquellos pueblos habían oído las cosas que habían pasado en Egipto, y eran ellos los que estaban asustados.
Curiosamente, cuando llegan a Jericó, cuarenta años después de que Israel vagara por el desierto, Rahab les dice:
Sé que el SEÑOR os ha dado la tierra, y que el terror vuestro ha caído sobre nosotros, y que todos los habitantes de la tierra se han acobardado ante vosotros.
Porque hemos oído cómo el SEÑOR secó el agua del mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y de lo que hicisteis a los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del Jordán, a Sehón y a Og, a quienes destruisteis por completo.
Y cuando lo oímos, se acobardó nuestro corazón, no quedando ya valor en hombre alguno por causa de vosotros; porque el SEÑOR vuestro Dios, Él es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra.
Josué 2:9-11.
Esta situación no se parece en nada a la de aquellos espías que enviaron a la Tierra, cuarenta años antes, y volvieron asustados, pensando que no tenían ninguna posibilidad. Resulta que eran los habitantes de Canaán los que estaban asustados y temiendo que algún día llegaran.
Esto nos debe llevar a la confianza de que Dios está con nosotros. De que el problema son nuestras debilidades y nuestra falta de fe.
«¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?»
Romanos 8:31